Por Sergio Reyes II
Esta vecina y sus cosas me tienen confundido. Llegó sin aparatajes, penetró en espacios que, al parecer, son suyos -de hecho, desde secula seculorum son más suyos que nuestros!-, y se acomodó en su poltrona mucho antes de que el ámbito doméstico se llenase de ruidos, efluvios de café, chocolate o té (en este caso, los tres), dispuesta a reposar el agobio de sus andanzas nocturnas, detrás de desprevenidas presas o coqueteándole a veleidosos congéneres.
Por lo que pude notar en un primer acercamiento de reconocimiento, apenas se acomodaba en su poltrona o guarida,
a todo lo largo de su anatomía y, en ocasiones, se recogía y enrollaba su parte más gruesa, protegiendo, talvez, la evolución interna de futura prole.
-Tal y como, al parecer, viene haciéndolo desde hace días o semanas y como lo hicieron desde hace años, décadas o siglos sus congéneres y ancestros, en esta frontera nuestra y gran parte de la isla.
Descartando temores infundados, fábulas y cuentos de caminos, medio me envalentoné y decidí desalojarla de su cómoda posición porque, independientemente de mi amor por la naturaleza y la vida silvestre, tampoco voy a permitir el establecimiento de un zoológico en las paredes, caballetes y rincones de Villa Vitalina. Hasta ahí no llega la cosa, no!
(Además, por encima de su carácter permisivo y las licencias ecológicas que me permite, Nancy es ñoña con sus nietos y no permite lisuras a ningún bicho escurridizo y juguetón que pueda aterrorizar a la prole que continuamente nos visita).
Dicho y hecho. Debidamente apertrechado con guantes y alguna otra parafernalia de guerra -al estilo Rambo-, me preparé para entablar pelea (perdón, armisticio!) con la amiguita boa y, sin mayores percances me hice de ella y la alejé del entorno doméstico, no sin antes sostener un ‘face to face’, que me permitió observar de cerca su anatomía, los intrincados diseños de su piel, sus reacciones y hasta el stress que, de seguro, le causaba mi inoportuna presencia.
Con la contorsionista enrollada completamente en mis enguantadas manos y sin dar tiempo a mucho aspaviento, reclamos ni discusiones democratoides, me encaminé a la espesura del monte y le dejé ir, como Dios manda.
Y vaya Usted a saber que en más de una ocasión hube de volver tras mis pasos para forzar un cambio de ruta en el sinuoso andar de la casquivana vecina, quien se empecinaba en volver grupas, nueva vez, en dirección a la casona.
Así andan las cosas por estos predios, en esta mañana. A pesar de lo que piensen los timoratos, el sentimiento de paz interior que alberga mi pecho me repite una y otra vez que hice lo correcto. Y eso, es más que suficiente!