Serpenteantes caminos que se adentran de más en más en los inmensos confines de la sierra comunican a Loma de Cabrera con el municipio de Restauración, ubicado en la región más al sur de la provincia Dajabón. Un profundo sentimiento aventurero nos hace enrumbarnos en esta travesía, enceguecidos por el anhelo de disfrutar del verdor de la naturaleza, los enhiestos y espigados pinares que, entre especies endémicas e importadas, se disputan el dominio de la cúspide de las serranías, así como observar los múltiples ríos que se descuelgan impetuosos desde lo profundo de los bosques y cerros; y, por encima de todo, la majestuosidad de las empinadas montañas de la Cordillera Central que, con su cimbreante neblina y mansa quietud dominan el horizonte doquiera que se dirija la vista.
Tan pronto se deja atrás el poblado de La Ceiba, lo que hasta ese punto habíase caracterizado por ser un ascendente trayecto de suaves pendientes, empieza a cambiar abruptamente, de tal suerte que, de repente, estamos atrapados en un sinuoso terreno en el que, de un lado, tenemos desnudas y rocosas pendientes de corte longitudinal, y, del otro, profundas gargantas por las que se pierden nuestras voces y se agota la vista, en vanos intentos por observar como discurre la vida, allá en el fondo.
Senderos que en una época fueron abiertos a pico y que poco a poco la tecnología de la construcción ha convertido en espacios de los que, en cierto modo, puede ufanarse la ingeniería hoy día, conservan, sin embargo, mucho de la aureola de temor y cautela que acompañó en el pasado a quienes debían transitar por estos empinados senderos.
Hombres de negocio, lugareños, funcionarios y empleados de entidades estatales debían, a fuer de necesidad, adentrarse en estos dominios en los que a la vuelta de cada abrupta curva del camino podían verse enfrentados, cara a cara, con los caprichosos designios del destino.
De tal suerte, en muchas ocasiones, la feliz conclusión de la odisea, con el arribo al lugar de destino, estaba depositada en la pericia del conductor que con mano firme empuñaba el timón y se jugaba al albur del freno o del acelerador las vidas de quienes habían depositado la confianza en su aplomo, sobriedad, dominio de las emociones y conocimiento del camino.
En otros casos, con igual o mayor cautela, humildes campesinos dirigiendo recuas o cuadrillas de vigorosas mulas, caballos u otros animales de carga, habían de asumir la conducción de transeúntes y mercancías por caminos interiores y senderos cenagosos, resbaladizos e inaccesibles a los vehículos de motor.
La presencia omnipotente de entidades divinas –de aquellas en las que el ser humano descarga sus cuitas, súplicas y temores cuando ve su vida en alto riesgo-, se siente con más profundidad cuando se transita por estos magnificentes senderos. Son estas las ocasiones más a tono para evaluar qué somos, hacia dónde vamos y la razón de ser de nuestras, a veces, vanas existencias.
Mientras medito envuelto en estas reflexiones sobre la fatuidad de la vida, el vehículo renquea en un irregular trayecto caracterizado por una ascendente y prolongada cuesta. De repente, termina el ascenso y, a lo lejos, se divisan los empinados picachos de infinidad de cerros recubiertos de un verdor intenso y porciones de tierra y roca de rojizo color. Alguien aconseja efectuar una "parada técnica” para estirar las piernas, observar el panorama y respirar aire puro de las montañas.
Pero, hay algo más!
Poco a poco, los pasos nos llevan a un mirador a la vera de la carretera desde el cual se divisa, en la profundidad, la garganta del precipicio y la serpenteante y platinada vía ascendente que nos condujo hasta este lugar. Sentimientos encontrados de asombro y temor nos envuelven al entrar en plena conciencia de la magnificencia del profuso entorno vegetal y lo riesgoso de la travesía que nos permitió arribar hasta el firme del cerro. Pero, por sobre todo, un inexplicable sentimiento de paz interior nos alberga.
Una sencilla y poco ornamentada estructura de concreto erigida casi al borde del abismo –cual si fuese un leve tránsito entre la vida y la muerte- enseñorea sus fueros no solamente sobre los amplios dominios territoriales que a sus pies se postran sino también, al parecer en una versión más sublime, sobre los sentimientos interiores que se aposentan en las almas de los allí presentes. Dando un rodeo hasta quedar colocado en la parte frontal de la estructura, me doy cuenta de que la construcción se corresponde con una pequeña capilla que alberga en su seno una vistosa imagen multicolor de la Virgen de la Altagracia, entidad cristiana muy venerada por la feligresía católica en toda la isla y, de manera especial, en estos confines de la Patria, cuyos habitantes la han designado como su Patrona Espiritual.
El halo de luz que emana de su coronada cabeza, la mansedumbre con que mira a su predestinado hijo y, por antonomasia, a todos sus hijos terrenales, y la unción y fervor desplegados en sus ruegos y oraciones en pro de la paz del mundo –simbolizados en sus implorantes manos- se corresponde con el sentimiento de respeto y veneración que domina a los allí presentes, alguno de los cuales, postrado de rodillas frente a la Patrona, interioriza una extensa y profunda oración en la que, de seguro, estará depositando en ella la intercesión ante las cuitas y penurias del día a día.
Luego de hacer lo propio y disponer un breve instante para reflexionar sobre la urgente necesidad de empezar a arreglar mis complicados –y abultados- expedientes pendientes con el Creador, me he unido al resto de los compañeros de ruta, quienes, extasiados, disfrutan de un glamoroso y enceguecedor crepúsculo con que el huidizo astro rey se despide en lontananza para perderse, un poco al oeste, en las tierras de Toussaint Louvertoure y Henri I.
El impaciente ir y venir del conductor así como sus reconvenciones por lo avanzado de la hora y lo peligroso del neblinoso trayecto que aún nos falta por recorrer nos hace apurar el paso y dejar, algunos aspectos de la agenda, pendientes para el viaje de regreso.
Insuflado el espíritu de nuevas y auspiciosas expectativas retomamos la ruta repletos de alegría y paz interior. Para lo que nos queda de la ruta, así como para el resto de nuestras vidas, llevaremos en nuestros pensamientos el recuerdo de aquella venerada imagen que con sus ruegos y súplicas dirige por sendero claro y seguro a los caminantes.
Volteando el rostro, damos un último vistazo a la Virgen del santuario del Cerro de La Garrapata. Una de sus suaves y tersas manos parece desasirse, brevemente, de la otra, para esbozar una fugaz bendición a la par que señal de despedida. Más adelante, tras una curva del camino, nos engulle la densa floresta.
Vamos en paz!! Vade in pace.
sergioreyII@hotmail.com.
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